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El malentendido del regalo
por constanza michelson / @psicocity
Navidad es una palabra que suele ir acompañada de una mueca de incomodidad, y es que regalar es todo un lío. Como un déjà vu, repetimos el circuito cuyo final suele ser una decepción más o menos inevitable. Partimos a regañadientes con una visita al centro comercial, acalorados entre otras gentes, que también irritadas, buscan algún objeto que represente el amor, la estima o al menos un compromiso con los seres con quienes se comparte la vida.
Duele el calor, duele la billetera, pero más duele saber de antemano que no hay objeto que calce con la expectativa. Porque el afán de un regalo suele estar en la espera de éste, aún en su envoltorio, antes que en el contenido. El malentendido del regalo es su recursividad: todo lo que importa de un regalo es lo que envuelve el acto de regalar. ¿Lo compró en la esquina o dio de su tiempo para buscarlo?, ¿me regaló algo caro porque me aprecia o porque me quiere refregar su prestigio en la cara?, ¿es que se equivocó de talla o me quiere humillar? Hay regalos que pretenden frustrar, como esos que son casi lo que queríamos, pero el "regalador" escogió un modelo o color distinto; otros son un "no regalo" en sí mismos, como esas botellas de vino que regaladas se vuelven a regalar una y otra vez como gesto de absoluto desdén.
Incluso cuando recibimos eso que expresamente pedimos - luego de ese tiempo demasiado breve de felicidad con nuestro objeto - suele venir ese dejo de desencanto al caer en cuenta de que le hicimos el camino demasiado fácil a ese que nos debía un regalo. Éste pudo ahorrarse eso que realmente nos importa a la hora de los quiubos: la prueba de amor. Y ésta prueba se basa en que nunca puede ser tan sencilla, el amor a precio de huevo, se nos pudre rápido. En el fondo, eso es un regalo, una prueba de amor.
Todo sería sencillo si el amor se pudiera cuantificar como un obsequio, en su tamaño, en su valor. Pero justamente lo que nos interesa es la prueba de qué somos para el otro. Si el amado nos da lo que queremos porque puede, o nos da eso que tiene de sobra y que podría dárselo a cualquier otro, no nos sirve más que para darnos inseguridad. Porque de lo que se trata, aunque suene extraño, es que el amado nos dé lo que no tiene: una prueba de esa nada que es señal de que algo le falta. Y ahí, en ese lugarcito entramos, sentir que no somos sustituibles para el otro, ese es nuestro regalo. Es lo que hacíamos cuando niños al fantasear con nuestro funeral ¿sufrirán por mí, les hago falta?, o luego no tan niños cuando jugamos como dice un amigo a cultivar el dolor en pareja, para llevar al otro al borde del abismo y hacerlo pronunciar nuestro regalo más preciado: que no puede vivir sin nosotros, porque no está completo, le faltamos. Es retorcido, pero gozoso.
Claro que existen formas menos oscuras de tocar esa nada, pero en Occidente estamos educados para evitar el vacío y buscar la felicidad colmándolo todo, con ideas, con saberes, con estridencia, pensamos que el regalo es el objeto dentro de la caja. Los japoneses son expertos para dar "naderías" bien envueltas (Miller). La ceremonia del té por ejemplo, en que el ritual es un largo rodeo que da a un objeto insignificante las sensaciones más encantadoras. El amor cuando es ceremonia también. Por el contrario, a veces ir demasiado directo al grano para llenarnos, de amor, de té o de lo que sea, es como el regalo sin envoltorio: puede caer mal.
"Si el amado nos da lo que queremos porque puede, o nos da eso que tiene de sobra y que podría dárselo a cualquier otro, no nos sirve más que para darnos inseguridad."