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Inventando al propio carcelario
por constanza michelson / @psicocity
"Complejidades electromagnéticas". No podría haber escogido un título más fálico que ese para transformarlo en su libro de cabecera. Me refiero a ese libro que se suele citar en situaciones en las que se quiere alardear, pero también ese que sirve para salir de apuros en aquellas escenas en que uno se siente poca cosa.
Pero el libro no sólo le funcionaba como ortopedia al ego siempre medio caído, sino que también se le había transformado en un fetiche para sus obsesiones, quería desentrañar hasta el último misterio de este escrito como si fuese una especie de biblia. Había una ecuación que no lograba comprender, por supuesto, como todo aquello que no alcanzamos, esas secuencias de números se le transformaron en una interpelación vital: debía saber qué decían, porque posiblemente ahí residía el último eslabón de la verdad que suponía le faltaba por conocer. Más por angustia que por valentía le escribe al autor del libro pidiéndole ayuda con la ecuación en cuestión. Éste, no sé si como un gesto de compasión o de sadismo frente a la neurosis de nuestro héroe, le responde con un: "la verdad es que no me acuerdo".
Algo así como la escena de la película sobre John Lennon en que un fan se cuela en su cocina, para decirle con admiración total, que su música se había convertido en la filosofía de su vida. Ante lo que el cantante, posiblemente horrorizado con la intrusión pero también con tal responsabilidad que se le achacaba, responde que se trata sólo de música, de su vida, no la de él, que no se lo tome al pie de la letra.
A veces tenemos la suerte o desgracia, depende, de que se nos caiga ese montaje neurótico en que construimos un drama en que situamos a otro en el lugar de una especie de amo de nuestro acontecer. A veces para idolatrarlo -cosa que suele albergar el más intenso odio y envidia -; otras para victimizarnos y culpar a ese otro de todas nuestras fatalidades.
En una especie de religión personal, muchas veces necesitamos crearnos cárceles sin barrotes para justificar nuestro acontecer, ya sea para tener algún sentido que seguir, dándole más verdad a las palabras del Papa que el propio Papa. O bien, para justificar nuestros propios miedos y contradicciones, fórmula que funciona para explicar por qué no fuimos los artistas creativos, o los súper ejecutivos que potencialmente habríamos sido si no fuera por ese padre autoritario o ese jefe malo. Para caer en cuenta, a veces, sólo a veces, de que fuimos nosotros mismos los que obedecimos demasiado.
Inventamos nuestros propios jueces, como si estos efectivamente estuvieran demasiado pendientes de evaluarnos. Como si los jueces no estuvieran más preocupados de qué van a almorzar que de analizarnos.
Si bien hay algo ganancial en esta operación -que alguien nos mapee el mundo para ampararnos en la verdad ajena, ya sea para seguirla u odiarla- el costo es el padecimiento neurótico, es decir, ese malestar engorrosamente autoprovocado. Padecimiento que se torna riesgoso cuando escogemos además un carcelario peligroso. Tentación frecuente, por que no coronamos a cualquiera como nuestro amo, sino que estúpidamente tendemos a buscar la regla de las "complejidades electromagnéticas": aquel que represente lo inalcanzable y altanero. Como el amor no correspondido o el narcisista sin pudor al maltrato o el que bajo un discurso críptico nos convence de su fascismo. No por nada muchos se preguntan por qué nos gustan tanto los malos.
"Muchas veces necesitamos crearnos cárceles sin barrotes para justificar nuestro acontecer."
El antídoto
Preguntarnos qué tenemos que ver con aquello de lo cual nos quejamos es una buena medida para quitarle poder a nuestros carcelarios y monstruos.
Recibiré sus alegatos, dudas, tormentos y quejas a paisintimo@gmail.com.