• Fantasma de las navidades

    Otra vez la Navidad. Como el sexo débil de los hemisferios, nos sometemos acá en el sur a la impostura de una fiesta invernal, que se nos derrite al son del buen humor obligatorio que cuelga de un hilo. Cuelga de un hilo con el calor sofocante, con la muchedumbre de diciembre, con esa sorpresa que llega cuando ya creíamos haber comprado todos los regalos y se nos aparece un amigo secreto olvidado, y vuelta a ese a infierno del mall. Pero el humor tambalea sobre todo, porque así como para la noche del Año Nuevo estamos obligados a las fiestas, la Navidad impone su máxima: lo familiar.

    Por algún tiempo terminaba vomitando en las noches de Navidad, y no tanto porque se me atragantara el pan de pascua, sino porque las migas de mi historia se me atascaban en una lágrima en la garganta. Porque la familia es esa hoguera de los afectos más primitivos, hecho de complejidades edípicas variopintas, esos amores intensos nunca bien logrados, con sus consecuentes descalabros: la mamá que quiso más al hermano, el hermano que amo pero que alejé, el deseo intenso de ser como el papá, el deseo a muerte de ser cualquier cosa menos el papá, estar a la altura de las expectativas familiares, tratarse como grandes, seguir jugando a ser niños, denunciar por fin el pacto espurio familiar y también a ese tío corremano, reconciliarse, distanciarse inevitablemente…

    Si al final, la tribu es el lugar de los primeros amores y decepciones, envidias y celos, y sobre todo donde nos ganamos el latigazo de adquirir un nombre. Esa marca registrada en la carne, que nos saca del animal para llenarnos la piel de escrituras: el lugar en el linaje, las definiciones de quién somos, el guión a seguir, las expectativas o la falta de ellas; todo como un tatuaje que aunque lo podemos transformar -siempre en uno más grande porque hay que incluir al primero- o incluso encontremos la tecnología para borrarlo, siempre queda un registro. Nuestros fantasmas.

    Como el cuento de Charles Dickens a veces lo familiar se torna ominoso y, claro, los fantasmas se nos aparecen de la peor manera, en contra de la soberbia lograda en la adultez, enrostrándonos algo que si bien está impreso en cada célula se nos olvida como el respirar y funciona en modo automático. Y cuando respirar se nos hace consciente, viene el pánico de que en cualquier momento dejaremos de hacerlo, e inhalamos con más fuerza para que no nos falte el aire. No por nada en las crisis de angustia cuesta respirar, no por nada los encuentros con la historia pueden despertar la angustia.

    Quizás el momento decisivo de cómo recibiremos lo familiar es como recibimos los regalos, que vienen envueltos no tanto para la sorpresa, sino que porque no hay otro modo de dar amor que a través de un envoltorio. Y no porque se trate de un amor hipócrita, sino porque el objeto regalado siempre es fallido, nunca es lo que esperamos, porque nadie puede apuntar a eso que queremos, básicamente porque ni nosotros sabemos muy bien qué es eso que queremos. Por eso el instante del regalo cerrado es todo, ese momento de recibir algo que nunca es perfecto y adecuado a nuestros deseos totales. Y justamente por esa decepción de que el otro no sabe lo que realmente queremos, es que podemos recibir un amor abierto, sin exigencias, un "te quiero, aún sin saber todo lo que hay en ti". Por el contrario, el regalo soberbio es un "te amo, y ponte esa camisa que te regalé que sé que te gusta, pero que en realidad es como yo quiero que te veas". La expectativa del contenido del regalo es una trampa mortal doble: por la decepción inevitable del supuesto neurótico de que el otro no me quiere tanto porque no sabe lo que quiero. Y porque achuntarle demasiado, no es sino el deber de ser ese, que el otro sabe y espera que yo sea.

  • Instagram monitoreará a usuarios que pongan en riesgo su salud

    Un informe señala que la red social cuenta con pocos recursos para apoyar a quienes sufren de depresión y que se autoflagelan para luego subir imágenes a la plataforma.

    Bajo hashtags relacionados, millones de usuarios han subido publicaciones a Instagram donde muestran cortes recién provocados o cicatrices marcadas en la piel. Ante esta situación, el Instituto de Investigación Infantil de Seattle, EE.UU., examinó cerca de 200 imágenes que representaban autolesiones no suicidas, alegando que la red social no se hacía cargo de decirle a la gente a dónde podía acudir cuando presentaran este tipo de problemas. "Hay muchas oportunidades para que los sitios de medios sociales entren al juego y promuevan mensajes para la recuperación", dijo Megan Moreno, una de los autoras del estudio.

    Por lo general, cuando las imágenes gráficas o violentas se publican en Instagram, desencadena una advertencia de contenido de asesoramiento, permitiendo a los usuarios "aprender más" sobre un tema, e incluso se les direcciona a un sitio de prevención del suicido. Sin embargo, el estudio descubrió que en la mayoría de los casos, y por el tipo de hashtag que se emplea, no se alcanza a redireccionar en seguida a la persona o se les ofrecía orientación sin relación alguna, por ejemplo, a aquellos que se autoflagelaban, se les sugirió una página de ayuda para trastornos alimenticios. Según Moreno, esta acción podría provocar que los usuarios se vuelvan más escépticos cuando sí se les ofrece la ayuda apropiada. "Ellos pueden ser menos propensos a confiar en él", señaló la investigadora. En tanto, desde la app para celulares dijeron: "Fomentar o incitar a la gente a la autolesión va en contra del entorno de apoyo que intentamos fomentar, así que deshabilitaremos las cuentas (de este tipo)".

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